Érase una vez un extraño
hombrecillo que moraba entre las sombras de una ciudad. Prefería la noche al
día y al alba, se acomodaba sobre los tejados más mullidos de la capital. La
gente, que no conocía nada de él acostumbraba a susurrar a su espalda
mientras el hombrecillo dormía, ajeno a los demás.
¡Pobre vagabundo! se lamentaban
los más bondadosos ¡Qué vida tan desgraciada tendrá!
A aquel extraño vecino le
acompañaba siempre un gato, lleno de tantas manchas que parecía vestido de
lunares, y ¡hasta unas botitas blancas parecía calzar!
Poco más poseía aquel hombre,
salvo una pequeña flauta que le alegraba las noches, mientras todos dormían y
él despertaba sin embargo, era el hombre más rico de la ciudad.
Cuando la ciudad dormía todo se
tornaba de paz y tranquilidad por las calles y recovecos de aquel lugar. Solo
un pequeño hombrecillo y su gato de cien manchas, permanecían en aquel momento
con los ojos abiertos. Aquel vagabundo hacía entonces sonar
su flauta llenando las avenidas de alegría, color y magia. Sentado a los pies
de la mismísima luna, cada noche silbaba el músico al viento todas las melodías
que recordaba.
¡Qué dichoso y afortunado me
siento aquí sentado! comentaba a menudo el músico acariciando a su curioso y
pintoresco gato.
Arropadito por un buen manto de
estrellas, tocaba y tocaba sin darse cuenta la noche entera, y cuando todos
comenzaban a despertar volvía junto a su gato a buscar tejados mullidos donde
poder reposar.
Así una y otra vez hasta que
acabase el día, y la noche y la música tuviesen de nuevo lugar.
FIN
0 comentarios:
Publicar un comentario